La hipótesis de la Tierra Rara es un conocido argumento en astrobiología que asegura que la emergencia de vida pluricelular (por no hablar ya de vida inteligente) en la Tierra es el resultado de la improbable confluencia de numerosas circunstancias de orden astrofísico y geológico. Un elemento central de la hipótesis es el llamado fenómeno Goldilocks (en honor al personaje de una historia popular inglesa a quien no le gustaba el porridge ni muy frío ni muy caliente), según el cual la existencia de vida en la Tierra se basa en que diversos parámetros (temperatura, presión, etc.) están dentro de un cierto rango muy limitado de valores admisibles.
Este tipo de razonamientos antrópicos suelen emplearse por ejemplo para dar respuesta a la paradoja de Fermi: si la vida pluricelular es un fenómeno raro en el Universo, tanto más lo es la existencia de vida inteligente. En nuestro caso concreto, nuestra evolución es el resultado de diferentes eventos entre los que pueden destacarse numerosas extinciones masivas provocadas (o precipitadas/potenciadas/…) por fenómenos externos. Pensemos por ejemplo en el impacto de Chicxulub hace 65 millones de años: si el cuerpo que impacto contra la Tierra hubiera sido un orden de magnitud más pequeño hubiera provocado una gran catástrofe a escala local, pero más difícilmente una extinción masiva. Por otra parte, si hubiera sido un orden de magnitud mayor, es posible que la extinción hubiera alcanzado a casi todas las formas de vida compleja. Por supuesto, no puede saberse qué rumbo hubiera tomado la evolución de no mediar este tipo de eventos, y quizás un dinosaurio inteligente se estaría haciendo preguntas similares ahora.
La cuestión en cualquier caso es hasta qué punto nuestra observación sobre la historia pasada de la Tierra es extrapolable (en el sentido que sea) a otros posibles planetas extrasolares, y al hipotético surgimiento de vida en los mismos. Esto es lo que Milan M. Ćirković, del Observatorio Astronómico de Belgrado, estudia en un trabajo titulado
aceptado para publicación en el International Journal of Astrobiology. El análisis de Ćirković indica que nuestra propia existencia como observadores condiciona nuestras estimaciones sobre la probabilidad de diferentes eventos catastróficos por un efecto de selección de observaciones. Para ilustrarlo describe un ejemplo simplificado. Supongamos una cierta catástrofe C cuya probabilidad a priori en un millón de años es p. Supongamos ahora que de haberse producido dicha catástrofe, la probabilidad de supervivencia de la raza humana era q. ¿Cuál es la probabilidad de que se produjera la catástrofe C, dado que nosotros estamos aquí para contarlo? Si llamamos E al evento de nuestra existencia actual, tenemos que de acuerdo con el Teorema de Bayes
dado que de no ocurrir C, la probabilidad de supervivencia sería 1. Es fácil ver que P(C|E) es menor que p, y que la relación p/P(C|E) -esto es, la subestimación debida a causas antrópicas- tiende a infinito cuando menor es la probabilidad de supervivencia q. En otras palabras, la historia de la Tierra subestima la probabilidad real de eventos catastróficos, y esto es tanto más así cuanto más catastrófico es dicho evento.
Por un lado, este resultado puede verse como refuerzo de la hipótesis de la Tierra Rara, ya que indica que las probabilidades a priori de extinciones catastróficas son aún mayores. Sin embargo, debe tenerse en cuenta la salvedad introducida anteriormente acerca de nuestra identidad como observadores. El evento E ha de interpretarse como la existencia de seres humanos en este momento de la historia de la Tierra. Si se considera otro posible observador consciente en este momento habría que reconsiderar las probabilidades de supervivencia (o de promoción de la misma) para los eventos catastróficos. El impacto de Chicxulub (o cualquier otro fenómeno que pudiera haber causado o precipitado la extinción de los dinosaurios) fue un golpe de suerte para nosotros, pero supuso el golpe de gracia para otros hipotéticos observadores inteligentes.
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